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Opinión

La suerte de los canallas, por Juliana Oxenford

"No son prácticas culturales, son violaciones sexuales. Nada, absolutamente nada, debe ni puede justificar el abuso para limpiar a repugnantes pedófilos depredadores”. 

larepublica.pe
Juliana Oxenford.

Las imagino tendidas en un pedazo de colchón tratando de contener el dolor con la misma fuerza con la que luchan por no moverse para que el viejo catre del internado deje de sonar. Mordiéndose los labios. Cerrando los ojos. Evitando ser descubiertas. Escondiéndose de sus verdugos. Allí, donde la miseria y el hacinamiento se confunden en un lugar oscuro y decadente, el miedo es el pan de cada día. Donde el hambre las convierte en presas del inminente destino. Solas, abandonadas y pobres. Ignoradas durante años, humilladas y, ahora también, insultadas. Son las niñas de la provincia de Condorcanqui, las niñas del Perú.

No son prácticas culturales, son violaciones sexuales. Nada, absolutamente nada, debe ni puede justificar el abuso para limpiar a repugnantes pedófilos depredadores. Si esto no lo sabe un ministro de Estado, entonces hemos perdido también la capacidad de seguir gritando para pedir justicia por todas las que no fueron escuchadas.

No solo minimizó el dolor de por lo menos 524 menores que fueron abusadas por sus maestros. Durante casi una semana, intentó inútilmente defenderse diciendo que la prensa –la maldita prensa que tanto molesta al Gobierno– había tergiversado sus palabras. No, señor Morgan Quero, nadie manipuló ni cambió su mensaje. Lo que usted manifestó, y quedará registrado para siempre, convirtiéndolo en uno de los ministros más canallas de la historia, lo oímos todos. Escuche bien, señor Quero porque de eso, no se regresa.

Las disculpas tardías, la voz quebrada frente a una dirigente amazónica y ese talante de hombre arrepentido después de haber intentado hacernos creer que no dijo lo que dijo, solo sirven para contentar a su desesperada jefa. Esa presidenta que ahora usa portátiles a cambio de los aplausos que el noventa y cinco por ciento de peruanos jamás le regalarían. Esa primera mujer que llegó, de casualidad pero llegó, a Palacio de Gobierno y que prefiere irse rápido a China que condenar y renunciar a los ministros que despreciaron públicamente a niñas violentadas.

Después de seis días de inútil defensa, el ministro de Educación se vio obligado a pedir perdón. Las disculpas extemporáneas son como la mismísima justicia, cuando tardan, no llegan.

La indignación continúa y Morgan Quero también. En el gobierno, lejos de expectorarlo, sus amigotes lo defienden desde sus propias carteras. Hasta la ministra de la Mujer, que hace rato no se representa ni a sí misma, se presentó como su principal escudera en un canal de televisión. Si ella (la encargada de proteger a quienes seguimos siendo las más vulnerables) se atreve –también– a justificar a su colega, ¿qué se puede esperar del resto del gabinete y de la mismísima presidenta

Lastimosamente, nada, o sí. De pronto lo dicho por otra mujer, la titular de la cartera de Comercio Exterior y Turismo, quien evidenció tamaño desinterés por los hechos al punto que, cuando se le consultó por la atrocidad declarada por Quero, confundió a las niñas awajún con las aguarunas. No estar informada es un claro ejemplo de indolencia.

Perú es un país de violadores, ministros apañadores y congresistas igualmente miserables. Si desde el Ejecutivo no llegó la orden de sacar inmediatamente al ministro Morgan Quero, el Congreso tuvo tiempo de sobra para censurarlo. Pero no lo hizo. Una vez más, se indignaron de cara a la platea, pero no gastaron sus votos siquiera para interpelarlo. Aquí no pasó nada. Aquí nunca pasa nada. La impunidad es la eterna espada de los poderosos, el arma con la que nos descuartizan el corazón y la esperanza.
En una misma semana se protege a un dizque arrepentido ministro, a pesar de su bajeza, y del señor que manda a “controlar huevones”, simplemente no se habla.
Otro ministro. Otro impresentable con fajín capaz de amenazar a los mismos periodistas a los que luego se refiere cambiándoles el nombre en son de mofa. El del tufillo despectivo que tiene la desfachatez de pedir a sus críticos guardar las formas para evitar el sarcasmo de “cierta prensa”. El otrora fujitroll, el exdefensor de policías acusados de corrupción y hasta de homicidio. El que niega un audio advirtiendo que no usa malas palabras. El que no recuerda cuando llamaba “imbéciles” a sus enemigos en redes sociales.

Juan José Santiváñez ahora intenta hacer ruido con su campaña ‘Amanecer Seguro’ y sale con el gabinete en pleno a recorrer calles en busca de delincuentes. Cree que así la gente olvidará el audio donde –claramente– es él quien le pide favores a un amigo para deshacerse de la prensa incómoda. Al mejor estilo de los noventa.
El ministro del Interior, quien debería andar tras los pasos de avezados hampones y no conformarse –como dice la presidenta– en respirarles en la nuca, ha sido protagonista de los últimos titulares. Esto luego de que Marco Sifuentes, periodista y director de la plataforma periodística La Encerrona, revelara en su programa un audio donde, sin duda, es Santiváñez quien pide por favor que “controlen al huevón”. No es casualidad que al que habría pretendido silenciar sea el mimo que sacó a la luz el escándalo de los relojes Rolex. En política, señores, las casualidades no existen, y el abuso del poder para callar voces incómodas tampoco es coincidencia.

Por menos, en otro gobierno y en una sola semana, hubieran volado varias cabezas. Sin embargo, en la “no gestión” de la presidenta Dina Ercilia, ya nada es lo suficientemente escandaloso como para hacer cambios en el gabinete. Mientras el Parlamento siga jugando en pared con el Ejecutivo, pase lo que pase, la suerte del resto de ciudadanos ya está echada.

Era obvio que de esto Dina Ercilia Boluarte Zegarra tampoco opinaría, pero, esta vez, tampoco escuchamos al premier y menos a ese busto parlante de corazón aprista al que hace poco presentaron como flamante vocero presidencial. Palacio de Gobierno en cura de silencio, el Ejecutivo queriendo manejar periodistas, un Congreso mudo, y a una humilde mujer que se atreve a reclamarle a la presidenta en plena campaña populista, en busca de un pizca de aprobación, la policía la retira de escena y la traslada a una comisaría. Castigada por decir lo que otros callan por miedo. Tratada como criminal por ejercer su derecho a la protesta.

Y después nos preguntamos ¿por qué la gente no despierta? ¿Qué nos pasa que no nos movilizamos? Con cincuenta muertos por los que nadie responde, y viendo como la impunidad y la suerte están siempre del lado de los canallas, no hay otra salida que esperar a que la pesadilla termine. Desgraciadamente, cuando eso pase, quizás abramos los ojos en un Perú aún más injusto que en el que hoy vivimos. Lo que siembran estos miserables, lo cosecharán ellos o sus aliados de turno.
Mientras tanto, en un lugar del Perú llamado Condorcanqui, niñas y adolescentes se enfrentan solas a los fantasmas de sus violadores. Solas. Desprotegidas. Ignoradas ante la mirada esquiva de los miserables que creen que merecen ser abusadas. Como si nacer pobre en medio de una alejada comunidad sea excusa para ser sometidas a una “práctica cultural”. ¡Canallas!